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24/6/10 Post By: Ramón Pastrano, WebMaster

Instrucciones para comer mangos. Ja, ja, ja. Muy buen artículo de Paulo Herrera Maluf.

(Reproducimos este artículo de Paulo Herrera Maluf publicado en "Clave digital" esperando contar con el beneplácito del autor. Léalo completo haciendo click en el link -Lea más aquí=>-.)

Paulo Herrera Maluf

La mejor hora para hacerlo es el atardecer. Un ratico antes del crepúsculo, cuando los deberes del día se han cumplido y las sombras empiezan a alargarse, y el bochorno de la tarde cede el paso a un oreo tan leve que no llega a ser fresco.

El mejor lugar para hacerlo es el fondo del patio, debajo de un árbol que regale una sombra tan espesa que la yerba no pueda crecer alrededor de su tronco. Es ese el escenario perfecto para un placer solitario: fragancia de hojarasca húmeda, tierra porosa oscurecida por la penumbra y atrapada entre nervadura de raíces; muy cerca de las fronteras de la urbanidad timorata, muy lejos de todas las miradas, las indiscretas, las quisquillosas, las envidiosas.

El equipamiento necesario es simple y específico. Atención, que la integridad de la experiencia demanda respeto.
Una silla de guano, preferiblemente un poco desvencijada, que ha de llevarse hasta el lugar escogido para el acto y ha de colocarse – dependiendo de los pruritos particulares de cada quien, que para esos sí hay espacio – de frente al fondo del patio o de espaldas a éste. Un medio higüero de los grandes, de los que se usan normalmente para limpiar arroz y que sea capaz de albergar al menos una docena de ejemplares de buen tamaño. En su defecto, se aceptará una lata grande de aceite o una batea de latón. Y en el defecto de ambas, se aceptará – ya a regañadientes – una ponchera plástica.

También harán falta cinco o seis hojas de periódico, para lo cual se recomienda usar una edición vencida del diario cuya línea editorial más disgusto cause. De esa forma, resultará indoloro el desparrame de rastrojos que quedará luego del evento.

Se ha dicho que la experiencia exige respeto. Es esa la razón por la cual un cuchillo de corte no formará parte de la utilería requerida. Jamás. ¿Qué hace el filo de un cuchillo que no puedan hacer los incisivos, como no sea restarle autenticidad a la vivencia? ¿Qué razón habría – más que pura mojigatería – para querer empobrecer el inventario de sensaciones que sólo son posibles con dientes y dedos?

En cuanto a la indumentaria apropiada, también existen directrices estrictas. Los pies, descalzos. La cabeza, descubierta. Para el torso, es ideal una camisilla usada, raída y – no hay mejor palabra para decirlo – detelengá. Un pantalón que una vez fue largo, con perneras cortadas a la altura de las rodillas, completará el atuendo. Y si tiene flecos por ruedo, mejor. El uso de ropa interior es felizmente opcional.

Desde luego, lo más importante del avío son los frutos que constituyen el objeto del deseo. No hay límites para la cantidad ni para la variedad de unidades que pueden ser ofrendadas para recorrer el tracto digestivo de quien se embarca en la empresa. El gusto y el apetito son los que mandan.

Si a los útiles, al vestido y a las frutas suma el sujeto la inclinación de ánimo para nada menos que abandonarse a un torrente sensorial, entonces está casi listo para comenzar.

Sólo restan algunos prolegómenos. Colóquese la silla de guano ad libitum debajo del árbol elegido. Despliéguense las hojas de periódico frente a la silla de guano. Sitúese el envase que contiene la oblación frutal – sea este higüero, calabaza o batea – del lado favorito – diestro o siniestro – de la silla de guano. Pósense las asentaderas en la pajilla, ábranse las piernas y afínquense bien las plantas de los pies sobre la tierra; encórvense ligeramente la espalda y los hombros, y extiéndase el pescuezo hacia adelante.

Ahora sí. Listos.

Tómese el primer ejemplar con la mano hábil y muérdase la cáscara con los dientes hábiles. Resístase la tentación de devaluar la fruta con subterfugios gazmoños, como la pretenciosa y alienante tetera. Todo lo contrario, hónrese la fruta con una rendición total.

Desnúdese la pulpa imprimiendo una fuerza divergente entre la mano que sostiene el manjar y la boca que aprisiona la cáscara, y extendiendo el brazo, de modo que la cáscara se rompa en una tira en dirección longitudinal y paralela a la extremidad. Si está bien ejecutada, esta acción provocará que un hilillo de almíbar anaranjado recorra el antebrazo y llegue al codo y aún más allá. Bien. Mientras más lejos, mejor.

Completado el striptease vegetal, se tendrá en las manos un tesoro dorado y turgente. No se descarte un momento de contemplación. Es, finalmente, la hora de la verdad.

Respírese profundo. Si se desea, ciérrense los ojos. Ábrase la boca e hínquense los dientes en el centro de la pulpa. Celébrese con alegría si el mordisco fue tan hondo que la nariz quedó sumergida dentro de la dulce humedad. Llénense los pulmones de perfume y color, y permítase que olor sea gusto, y que gusto sea olor. Escúchense el frenazo del tiempo y la música de los sabores celestiales llenar todos los espacios. Embriáguese de gloria y apréciese la comunión perfecta con el presente.

Perfecta y efímera, la comunión. Sin embargo, que lo fugaz de la perfección no preocupe. Después de todo, para eso es que se tienen a la mano muchos frutos. Muérdase, chúpese, bébase y lambisquéese hasta vaciar la batea o hasta la saciedad, lo que suceda primero. Se será, entonces, uno con la Madre Tierra. Amén.

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